Dostoievski, un genio, no cabe duda… Un hombre atormentado, desesperado. Perseguido por las deudas y por las desgracias. Aunque en algún momento sintió el Espíritu dentro de su corazón, durante toda su vida de escritor estuvo arrojando mierda al mundo. Arremetió contra Gógol cuando este se convirtió. Al final de su vida, el autor de Crimen y castigo dijo:
—El mundo será salvado por la belleza… y la belleza es Cristo.
Y los escritores, los filósofos, los psicólogos, los intelectuales, en suma, ¿qué prefirieron? ¿Sus últimas palabras o sus libros? Prefirieron sus libros. Prefirieron el olor de la mierda al sabor de la verdad. Como moscardones. Prefirieron la leña en fuego pagano a la leña en fuego sagrado. Porque tenían el espíritu sucio como alimañas. Salían a impureza por frase, aunque también es cierto que muchos de ellos han confundido el sufrimiento con el mal. Que están confundidos, porque para ser un genio hay que haber sentido un sufrimiento, o un amor o desamor espiritual mayúsculo. Los grandes artistas, después de los místicos y de los santos, son las personas que más cerca han estado alguna vez de la Verdad. Lo escribió René Char: «El artista no retiene lo que descubre; nada más encontrarlo, lo pierde enseguida». Y esta es la diferencia que existe entre un gran artista y un místico o un santo. El místico o el santo han sentido lo mismo, solo que han perseverado en la gracia, mientras que el artista se ha dispersado. Por eso hay obras maestras en todos los ámbitos del arte, que puede que estén retratando el mal de una manera magistral. Pero del mal no nace nada genial; como ya he dicho, ese artista, después de haber estado tan cerca del amor absoluto, por la circunstancia que sea, se ha visto jodido, o ha sido tentado por el dinero o por lo que fuera, yo qué sé… y ha creado una obra maestra. Coppola en El Padrino y en El Padrino 2 o Apocalipsis Now, lo hizo, por poner un ejemplo. Otros, han hecho obras maravillosas, que trataban del bien (Qué bello es vivir es una de ellas). Porque es la forma la que nace del Espíritu; luego cada artista hace con esa sabiduría lo que le da gana.
Yo conocí en el Instituto a un chaval que era una auténtica figura de la música clásica. Obtuvo en todas las asignaturas de solfeo y piano, sobresaliente o matrícula de honor (no recuerdo si las siguen dando). Era un cachondo, nos sentábamos en la clase de literatura junto a otra chica, que era una profesional del insulto. La emprendía con la profesora por lo bajini y mientras la profesora, quizás, le estaba hablando, ella decía: «Alfonsa —así se llamaba la docente— subnormal, cabrona». Y la maestra que, aunque era buena persona, era un pelín cursi —además de que nosotros tres: Juan Miguel, esta chica y yo, no sentábamos al fondo de la clase—, pues bien, la literata, ni se enteraba. En fin, volviendo a Juan Miguel, la entonces Unión Soviética daba una única beca para un alumno en toda España. Se la dieron a él: se fue a la URSS, sin saber ni papa de ruso. Allí comenzó de cero, en uno, según me dijo, de los tres conservatorios más prestigiosos y exclusivos del mundo, que tomaba el nombre del autor del Lago de los cisnes —lo siento, pero no me apetece ir a pedirle la tableta a mi madre para escribir aquí el nombre del tío aquel— y allí volvió a sacarlo todo con matrícula de honor. Le dieron el Diploma Rojo. El primer español que lo conseguía hasta entonces. Se graduó con honores.
Si en vez de darle la beca en la URSS se la hubiesen concedido para los EE.UU., ahora sería famoso y multimillonario, porque hubiera estudiado en Harvard y allí también hubiese sido el mejor. Pero, en fin, el dinero y la fama no lo es todo. Pues bien, un día, aún estando en la URSS, volvió de vacaciones y fui a verlo a su casa y hablando le hice la siguiente pregunta: «¿Por qué las grandes fortunas, los empresarios multimillonarios, invierten tanto en arte?». Su contestación fue inapelable y genial: porque la mierda necesita limpiarse. Y en el arte, como hay mucho Espíritu, se limpia la porquería.
Por eso, yo no los juzgo. Yo soy peor que ellos. Yo sabía la Verdad —Verdad que no seguía, ni sigo— y ellos estaban en ascuas. Yo salgo a impureza por acción y frase. Me vienen blasfemias y exabruptos a la cabeza; no los digo, pero los pienso. Hace años que no voy a misa, cuando en mi época más mística llegué a ir un domingo cuatro veces, de parroquia en parroquia, y porque no había más misas. Tengo el alma emponzoñada. Ya no tengo el Espíritu Santo dentro como antes, ya no. Decía M. Yourcenar del poeta griego Kavafis: que nunca tuvo noción de pecado. Yo si la tengo. Me acompaña un sentimiento de culpa permanente. Sé exactamente lo que está bien y lo está mal. Lo que debe hacerse y lo que no. Cuando se ha estado tan cerca de Dios y lo has dejado escapar, malo, malo. Hoy, a los 52 años, mi espíritu está a años luz sentimental de Dios. La casa de mi fe está hecha de hojas y cuando sople un poco de viento se derrumbará. Mi alma está enfangada hasta las cejas de mi cuerpo. Vago por las regiones inhóspitas de mi espíritu. Pero yo no creo que la literatura sea un medio de alcanzar la verdad, ¡casi menos que la filosofía, que ya es decir! Ahora a mí me ocurre lo mismo que a ellos, solo que yo no puedo tomarme la literatura en serio, para mí es solo un juego, algo intrascendente, una distracción, un divertimento, un pasatiempo espiritual, como mucho: un dique contra la soledad, una pasión espontánea. Mejor que ir a un bar a emborracharte, lees libros. Además, la literatura que me gusta a mí le sienta peor al alma que el whisky al hígado. Te la pudre. Te la envenena. Te la ensucia. Te convierte en peor persona.
¡Ah, la vena vengativa, sarcástica, de los afligidos, de los escritores afligidos!
Alberto Martínez Romero